La batalla en solitario del ser humano
Tomé el bus como de costumbre al salir de ese aborrecido
lugar para mí –o al menos se había hecho aborrecible en los últimos años-. Salí
con prisa, pues nada me parecía más molesto que permanecer un minuto más allí, rodeado
de tanta superficialidad y un dogmatismo hermético y sesgado.
Me senté atrás, como de costumbre, disfrutando de la vista
de quienes esperaban el bus en la noche, de la fila inamovible de vehículos
apostados en la calle esperando a que la luz roja cambiara y a que el peatón
imprudente terminara de cruzar la calle mientras los conductores se preguntaban
por qué no usaba el puente peatonal que estaba a solo unos metros.
Al salir del tumulto de carrocerías y pitos, el bus tomó el
camino acostumbrado; a través de las inmensas casas de Prado Centro, un barrio
donde las casas de principios de siglo XX e incluso anteriores, contarían las
historias de un pequeño pueblo llamado Medellín y de cómo habían visto
transformarse a las generaciones de aquellos que las habitaban, así como de sus
exteriores y fachadas. En la actualidad, estas casas han visto perderse a otras
similares a ellas. Por la calle donde cruzaba el bus donde viajaba hay una
clínica. Afuera de esta, observé a una mujer en la acera que lloraba desconsoladamente
mientras un hombre se acercaba para abrazarle e incorporarle. Esta mujer llamó
la atención del taxista y la vendedora de tintos que ocupaban el exterior de la
clínica, así como de dos personas más que compartían la escena y que apenas
comentaban entre ellas mirando a la mujer abatida.
A pesar de que mi observación duró unos escasos instantes
mientras el bus retomaba su impulso luego del resalto en la calle frente a la
clínica, de alguna manera me hizo reflexionar en muchos sentidos acerca de la
distancia del ser humano en asuntos tan delicados como lo son la compasión, la
empatía y la prudencia. Corresponderán tal vez a un plano de valores que habrán
caído en desuso ante las múltiples y muy variadas catástrofes que ocurren en el
mundo a cada segundo, pero no por eso se puede pensar en un distanciamiento del
sentir, del ser y en específico, del ser-humano.
El hecho me trajo a la memoria la muerte de una persona: un
anciano del barrio Belén. Él, dueño de una tienda que tenía en su casa, de
aspecto muy desgastado y con los achaques de la vejez bastante evidentes,
atendía a menudo la tienda. A veces ayudado por otros dos adultos de edad no
muy distante a la del anciano, cubría las necesidades de los elementos básicos
de muchos en el conjunto residencial. Sorpresa indescriptible me llevé cuando
me informaron que el anciano había sido encontrado en su apartamento colgado
del techo, al parecer un suicidio, donde no dejó razón alguna de un por qué.
La mujer afuera de la clínica y el anciano de Belén me hicieron
considerar que el ser humano siempre está solo. A pesar de que se vive en
comunidad, de que todo el tipo estamos rodeados por otras personas y que
podemos acudir a ellas atendiendo a la interacción, como las miradas, los
gestos o las palabras, hay asuntos que escapan y que simplemente no pueden ser
comunicados, o que de ser posibles, es mejor no evidenciarlos pues nos sabemos
por demás indefensos y solitarios.
Sostengo la idea de que cada ser humano lucha
permanentemente una batalla para sobrevivir. Los antagonistas van desde los más
biológico, como lo son bacterias, virus e incluso otros seres vivos, hasta
luchas de orden más personal o si se quiere filosófico: lucha contra la
soledad, la sensación estar incompletos, el vacío de no sentirse amado, etc.
Cada persona tiene su forma de librar estas batallas.
Algunas se pierden sin siquiera haberse luchado, otras veces se pierde por
cansancio, otras por simple pérdida de interés, pero todo el tiempo es una
lucha, la vida humana es lucha. Se pensará que se cuenta con el apoyo de otros
seres humanos que pueden nutrirnos con sus experiencias y brindarnos “consejos
tácticos” para salir abantes de la batalla, pero esta compañía es mera
decoración, si se quiere incluso es más un consuelo, una medicina que sólo funciona
porque se tiene la esperanza de que funcionará, pero cuyas funciones no van más
allá de la fe.
Habrá quienes digan “no me siento solo(a), tengo amigos
(as), gente que me quiere” pero cabría preguntarles si esas personas pueden
experimentar el mismo dolor, de la misma forma, en la misma intensidad en que
lo sienten, y si acaso el compartir el sentimiento sirva para mitigar el daño
producido por la batalla interna. Si acaso esas personas realmente conocen el
estado de su alma, la razón por la que se sufre, sus miedos y la disputa contra
el saberse mortal y aun así salir a vivir diariamente desafiando a la muerte.
En el caso del viejo en la tienda, uno lo veía a través de
la ventana del negocio, levantarse y caminar despacio hacia el encuentro con el
cliente-vecino. A menudo tenías que repetir un par de veces el pedido porque,
en sus achaques de viejo, el sentido del oído se le había perdido un poco.
Cuando iba con mi hija a la tienda, el viejo la saludaba con una voz
fingidamente infantil, que sonaba patética en su resonancia de anciano que ha
visto pasar por esa ventana a varias generaciones de niños y niñas igual de
ingenuos que mi hija, que creían que con una moneda de cualquier denominación
podrían comprar los dulces que quisieran de los tarros exhibidos a un lado de
la ventana, pero que él, en su amabilidad de abuelo ocasional de todos, les
permitía esa idea. Me costaba creer que hubiera podido poner fin a su propia
vida y estuve dándole vueltas al por qué, de esa manera y sin dejar razones ni
motivos, habría cerrado su vida. No tenía ningún vínculo afectivo con él y
acaso si le traté en plan de comprador-vendedor, pero su muerte me atravesó de
una forma particular. Así como la mujer a la salida de la clínica, que lloraba
con tanta pasión, seguramente alguien muy importante para ella se encontraba en
la lucha más importante: la lucha contra la muerte, y podría ser que ese
individuo estuviera perdiendo. El sujeto que la abrazó acaso si atinó a hacer
la única cosa que creía podría haberle hecho sentir mejor a su compañera.
Desconozco si habrá dado resultado, pero sin duda fue una respuesta más humana
que la de las personas que miraban con extrañeza o que comentaban alrededor.
La capacidad de sentir el dolor del otro es lo único que
considero que evita que dejemos de ser humanos; compadecernos, enojarnos, ser
emotivos en general, ante cualquier estímulo, información o evento que podamos
percibir, es lo que me convence de seguir atados al mundo humano, al mundo de
lo convencionalmente establecido como real. Si acaso perdiéramos esa capacidad,
estoy convencido de que la soledad del ser humano superaría todo pronóstico, y
que muy posiblemente acabaríamos recurriendo a los medios del anciano, al
sabernos inexplicablemente solos, al sabernos insensibles, intocables. Al saber
que estamos viviendo “alrededor” de la vida, apenas mirando con extrañeza,
apenas comentando entre nosotros.
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Jaime Villada Vélez - Saeta Roja
El amor enfrenta la batalla del ser humano contra la muerte. Así como lo dejó claro Charles Chaplin en Tiempos modernos
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