Sin titulo
[…] tal vez pronunciar la palabra “terminar” sea una
labor difícil, aun sabiendo que ya todo ha terminado. Tal vez, en el fondo, a
uno le cueste hacerse a la idea de que el otro no estará, así hace tiempo esté
ausente; nos interesa mantener el cuerpo, la materialidad: saberlo,
controlarlo, sentirlo nuestro. No es fácil reconocer que el primer error fue
haber creído que había alguien que le pertenecía a uno, como si las personas
fueran juguetes, regalos de Navidad con los que se puede
hacer lo que uno quiera: quitar, poner, pintar, destrozar, volver mierda… como
si las personas no se fueran. Despedirse es una tarea ardua: la gente intenta
sostener por amor lo insostenible, pegar los pedacitos de algo que se ha
quebrado ya y cuyas piezas no podrán encajar nunca igual por más pegamento y
paciencia que se pongan. Los he visto arruinar sus vidas, desperdiciar su
juventud, pasar largas temporadas en el infierno y todo por amor, como si
hubieran comprado la idea de que el amor todo lo justifica, todo lo puede, todo
lo soporta, todo, todo, todo.
Hay una acción aparentemente fácil que sólo se aprende
con el tiempo y que, como buen egoísta, uno se niega a realizar. La negación
tiene unos pasos: uno se para ahí, en la puerta, extiende brazos y piernas para
cubrirla toda y dispone su fuerza para evitar que el otro la atraviese, se sabe
que si lo logra, ese será el fin y hay que hacer todo lo posible para que no
suceda; uno suelta un par de lagrimitas, un poquito de chantaje emocional, una
que otra amenaza, un grito desesperado y resiste, resiste hasta que el otro
ceda, y entonces utiliza su “mejor” arma: el sexo, como si éste pudiera
arreglar lo que el diálogo no pudo.
Entonces, es sólo con el tiempo (mucho), los golpes, las
heridas, los fracasos, el cansancio y, por fin, la sensatez iluminadora, que
uno aprende a pararse en la puerta sin oponer resistencia, girar la perilla y
abrirla, con calma, en silencio, como conviene: dejando ir, yéndose.
Manuela Gómez Villa - Saeta Roja
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